jueves, 17 de marzo de 2016






Federico Cantú es uno de los pocos pintores que a pesar de pertenecer al grupo de los grandes maestros de la plástica mexicana del siglo XX su iconografía perma- neció distante y no cedió al incansable acoso de las posturas de la llamada “mexi- canidad”. El mismo Federico afirmaba que dentro de su obra podríamos encontrar una extensa variedad de corrientes espirituales de diferentes estilos. Sin embargo, su legado advierte un sello muy personal.
En Cantú, la mexicanidad es universal y para entender todo este laberin- to iconográfico, el artista retoma una de las frase que discutió en el café de La Rotond, con su amigo y protector Alfonso Reyes durante su larga estadía en Montparnasse de 1924 a 1934: “la única manera de ser provechosamente nacio- nal consiste en ser generosamente universal” y agregaba “pues nunca la parte se entendió sin el todo”.
Federico Heraclio Cantú Garza, mejor conocido como Federico Cantú, nació el 3 de marzo de 1907 en Cadereyta de Jiménez, Nuevo León. Cantú personifica uno de los más sorprendentes artistas del pasado siglo. Su obra encaja dentro de tres grandes escuelas del siglo XX: la Escuela de París, la de Nueva York y la Mexicana de Pintura, por ello se desprenden obras que abordan la comedia del arte, la mito- logía, la obra sacra, el retrato, los pasajes histórico-mitológicos y un sinnúmero de obras basadas en las grandes oratorias y óperas del extenso barroco europeo.
Fue un virtuoso del buril, el cincel y el pincel. Federico dominó con la misma maestría, el arte de caballete como la pintura mural, que conocemos.
En este recorrido, intitulado Memoria mural, Cantú recuerda en una entrevista de 1985 cómo a su temprana edad, viviendo con su madre la escritora Luisa Garza (Loreley), en San Antonio, Texas, ya estaba pintando en los pizarrones de la escuela. Entre sus temas estaban la natividad y pasajes de la historia de Estados Unidos.
textos Adolfo Cantú


Colección Cantú Y de Teresa
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